Vivimos una etapa relativamente sencilla de nuestra vida, como jóvenes las obligaciones -pese a su importancia- son pocas; la energía y la avidez se desbordan de nosotros cual tinta sobre papel y la nutrición a nuestros juicios y argumentos se ve en constante desarrollo. Somos un sector plural con muchos ideales compartidos; tenemos aún la maravillosa capacidad de asombro de la que nos habla Aristóteles, empatía con los sectores vulnerables y resiliencia frente la situación de violencia y criminalidad en la que estamos inmersos, pero sobretodo nos caracterizamos por el apetito de justicia e igualdad social. Representamos una fuerza de oposición que va más allá de dogmas, partidos políticos e instituciones públicas; desde diferentes trincheras, los jóvenes hemos destacado en la lucha constante por la imparcialidad.
La triste verdad es que cada generación de jóvenes ha tenido que crecer enferma ante los censores que protagonizan sus manifestaciones. La tiranía del poder y la desinformación colectiva de la población, han provocado una apatía naciente que más tarde se convierte en conformismo hasta llegar a asociarse con madurez. Pero lo cierto es que madurar no tiene que ver con crecer y la rebelión no tiene que ver con rebeldía. Es difícil concebir un origen más bárbaro que el que tuvo México: esclavitud, violencia y autoritarismo que persisten en manipulación, delincuencia y corrupción. No estoy tan segura de que la Historia, como decía Ortega y Gasset, nos sirva para no repetir los mismos errores, pero de lo que sí estoy convencida es que permite dotar a los hombres de mayor trascendencia nuestro presente. Hemos progresado en muchos aspectos, pero nos sigue faltando transformar el raciocinio individualista que nos ha corrompido estas últimas generaciones y que tanto daño nos está haciendo. Entonces de qué nos sirve recordar la historia si no es para suspender (aunque sea momentáneamente) las diferencias que tenemos como mexicanos.
Pensar por ejemplo en un 2 de octubre del 68 no está, en términos de tiempo, lejano; somos un segundo en el reloj de la humanidad y de ahí la necesidad de ser más que hombres y ser más que tiempo. Son los personajes de la historia quienes dotan de esperanza el presente, porque fuera en Tlatelolco o en cualquier otro lugar no se mata al hombre, se mata a la idea; y cuando el pensamiento adquiere la trascendencia se construye nuestro presente y no se muere cuando se conquistan los corazones de quienes ni siquiera los conocimos en vida.